Parte I
No se asusten, esto no va de Marco en búsqueda de su madre perdida. ¿0 quizás, metafóricamente, un poco sí? Juzguen ustedes al terminar la lectura. Lo que sí les puedo asegurar es que esa pregunta de dónde está el hogar nos la repetimos unas cuántas veces los que decidimos dejar nuestro país de origen para tratar de encontrar nuestro lugar en el mundo, dónde sea que esté.
Siempre he escuchado con una mezcla de admiración y envidia las historias de las personas que al llegar a un país sienten una conexión inmediata con ese lugar y, colorín colorado, su búsqueda del hogar se ha acabado. Si me has leído o conoces algo de mí, sabes que ese no es mi caso.
La pregunta de si habré llegado o no a ese puerto definitivo me la he hecho a lo largo de los últimos 18 años (desde la primera vez que viajé fuera de Venezuela) en por lo menos 10 países distintos (en los que he vivido o pasado largas estancias), por lo pueden imaginarse la satisfacción que me da el pensar y sentir que he llegado a una ciudad en la que mis apuestas son a largo plazo.
Pero, ¿qué me trajo aquí? No narraré los 18 años, pero hay algo interesante que me hizo cambiar el foco de dónde estaba buscando ese lugar: mudarme de mi país natal, donde la creciente crisis social, política y económica me estaban afectando hasta enfermarme (tomaba más de 25 pastillas diarias sin haber llegado a los treinta años) para vivir en el otro extremo: residir en los dos lugares que se pelean año tras año la corona del país más feliz del mundo.
Compartiré esa experiencia en cuatro entradas, que corresponden a los cuatro lugares protagonistas de mi búsqueda: (I) Venezuela, no es más ¿que un hasta luego?; (II) A Noruega por favor; (III) “Di Güanderful, Güanderful” Copenhague; y (IV) “Visca Barça”.
Venezuela: No es más… ¿que un hasta luego?
De pequeña me gustaba soñar con viajar; tenía desde entonces una imaginación muy viva que se alimentaba con libros, con las historias de mis tíos que habían pasado temporadas en Estados Unidos y Canadá, y también con las cartas y fotografías que recibía de mi abuela materna que, junto con dos de mis tíos, vivía en ese último país. Pero de allí a plantearme que saldría y dejaría todas mis referencias, que criaría hijos que no conocerían a mi/su familia, que no volvería ni de vacaciones, eso sí que no podía llegar a imaginarlo.
No fue una decisión fácil. Me creo venezolanísima, es decir, con raíces profundas que me identifican con la cultura de mi país (cosa que empecé a reconocer -de dónde vengo, y quién soy en consecuencia- el día que me despedí con un beso de una noruega y me tocó pedirle disculpa porque allá eso no se estila pero en mi país sí) . En todo caso, los venezolanos no éramos inmigrantes, sino lo contrario, nuestro país era un lugar de acogida para quienes buscaban oportunidades para mejorar su calidad de vida.
Lo cierto, es que el entorno al que pertenecía empezó a transformarse y a resultar cada vez más hostil para los proyectos que compartía con mi esposo, en aquel entonces mi novio.
Sentimos rabia.
Sentimos tristeza.
Hasta que un día aceptamos: ya nuestro hogar no estaba en ese pedacito del mundo llamado Venezuela.
Tuvimos también otra certeza: si teníamos que encontrar ese lugar, queríamos hacerlo juntos, por lo que nos dimos el sí, con todas las de la ley, en la boda más linda a la que he podido asistir (sigo enamorada, ¿no?)
Evaluamos luego distintas opciones de inmigración, y nos pareció atractiva una transferencia de trabajo que le hicieron a mi esposo para un país del que sólo sabíamos que venía el buen salmón: Noruega.
Casi desde el día en que me monté en el avión que nos trajo al otro lado del Atlántico me acompaña una cierta nostalgia. Conozco muchos inmigrantes, tanto venezolanos como de otros países. Y ese sentimiento que el idioma portugués resume en la palabra “saudade” parece ser parte de nuestro equipaje.
Cuando pienso que ya mi hogar no está a las faldas del Ávila, y que ya no puedo ni visualizar mi regreso al país que me dio el gentilicio, es imposible no emocionarme. Al mismo tiempo pienso que las experiencias que he vivido en mis destierros me han dado raíces fuertes, capaces de trasplantarse, que se alimentan de la tierra en la que están y que me permiten seguir creciendo con un tronco fuerte, con hojas y frutos que se renuevan, que dan sombra, cobijo y alimento.
Quisiera cerrar esta primera parte de mi relato con una reflexión que me quedó de una conversación sobre este tema de dejar el terruño. La tuve con mi suegro, un inmigrante peruano que llegó a Venezuela con su mujer y sus dos hijos pequeños, uno apenas de 3 meses. Todos ellos, excepto el bebé ya convertido en el hombre con el que me casé, debieron regresar a Lima 30 años después como consecuencia de la crisis venezolana: “Mira mi ejemplo” me dijo. “Si hay algo que yo no imaginé, es este desenlace”. Concluí entonces que lo único certero es el aquí y el ahora.
Y Venezuela, lo nuestro no es más que un hasta luego, porque cursi y todo, donde esté yo, también estás tú, y de a poquito creces también en los míos.
¿Quieres comentar esta entrada? Puedes hacerlo también aquí.