A Noruega, por favor
Mayo del 2007. Ese mes, ese año, aceptamos cambiar nuestros tropicalísimos y estables 28 grados centígrados por las temperaturas de un lugar donde se podía llegar a experimentar las cuatro estaciones en un mismo día: Stavanger, Noruega.
En el post anterior (link aquí), les comentaba cómo lentamente mi esposo y yo empezamos a sentir que las opciones que se nos planteaban en Venezuela no conectaban con los valores y proyectos que nos proponíamos como familia.
Así que, cuando recibimos una oferta de trabajo para irnos a Noruega, el shock no empezó con la idea de emigrar, sino al empezar a buscar información sobre ese país, y enterarnos de que en el idioma noruego no existe la expresión literal para pedir “por favor” y la que se le parece, no se estila usarla: ¡Haz tú el favor!
En ese momento decidí que aquello era solo un “detalle curioso”. Los años me han permitido ver que en esa diferencia no había ni una pizca de nimiedad, pero no nos adelantemos. Volvamos al momento en que metimos en unas cuantas cajas lo que creímos necesario para nuestra nueva vida y, llenos de tristeza por lo que dejábamos y de emoción por lo que nos esperaba, nos aventuramos a dar el salto al otro lado del Atlántico.
Noruega y la calidad de vida
Si bien es cierto que al mudarnos al norte del norte del mundo sabíamos que el contrato que le ofrecían a mi esposo estipulaba cambiar de locación cada tres años, también es cierto que estaba abierta la posibilidad de radicarnos en nuestro nuevo país; es más, nos habían advertido que la mayoría de las personas solían hacerlo, pues los beneficios y la calidad de vida que podían disfrutarse en el país nórdico eran irresistibles:
No en vano Noruega ostenta con frecuencia el primer lugar en el ranking de los países con mayor calidad de vida del mundo.
Pero la gran pregunta, sobre si ése era o no nuestro hogar definitivo, no nos la hicimos sino hasta cinco años después de nuestra llegada.
Habíamos alcanzado grandes logros: nos sentíamos identificados con la cultura, teníamos amigos que aún lo siguen siendo, habíamos incorporado comidas, tradiciones, lugares, comprado nuestra primera casa, comenzábamos una familia de tres, y yo hasta podía cantarle canciones de cuna a mi bebé en noruego; en fin, aquello se parecía mucho, pero mucho a la felicidad.
Pero una nueva oferta de trabajo llegó y debimos decidir si esa felicidad era suficiente, si debíamos quedarnos o volver a mudarnos de país. Así que la pregunta volvió a formularse: ¿Dónde está el hogar?
La respuesta en las raíces de las orquídeas
Para entender por qué, a pesar de la calma y de la estabilidad que habíamos alcanzado, sentíamos la duda de si emprender o no una segunda mudanza, escuchamos y ponderamos diferentes puntos de vista sobre los pro y los contra de asentarnos en aquellas tierras escandinavas.
Y aunque finalmente decidimos irnos, han sido el tiempo, las nuevas experiencias y lo aprendido con ellas lo que me han permitido explicar esa necesidad que teníamos de seguir moviéndonos: no todas nuestras raíces estaban plantadas. Me explico, esa imagen la obtuve al observar mis orquídeas:
A medida que la planta madura, las raíces más viejas crecen de tal forma que sobresalen del matero que las contiene, quedando expuestas al exterior. Esas raíces con el tiempo se van secando, pues no se alimentan ni se nutren tal como lo hacen las que tienen cobijo en la tierra.
Esta metáfora explica lo que me pasaba en mi nuevo país: parte de mis raíces no estaban recibiendo cuidado. En el país nórdico todo, o casi todo, lo tuve que aprender de cero:
¿Recuerdan el “detalle” del “por favor” que no existe literalmente en noruego y que resultó ser más que un dato curioso? Pues bien, este cambio, como muchos de los que tuve que afrontar en mi paso por Noruega, iban más allá de adquirir un nuevo idioma.
Se trató al final de aprender nuevas formas de “ser”, de transformar creencias que habían tomado años (y muchos regaños) formar en mí sobre cómo, por ejemplo, en un simple vocablo se podía expresar buena educación y amabilidad: decir por favor cada dos por tres al dirigirme a alguien me fue inculcado con la misma constancia con la que mi madre me untaba el vicks vaporub cuando me costaba respirar.
Actuar en congruencia con lo que valoramos
Durante cinco años, el idioma, el vestuario, símbolos, la religión, las tradiciones, comidas y demás del país nórdico danzaron con todo lo que yo había aprendido a ser en mis 28 años de historia. Ese baile fue con dos pies izquierdos en ocasiones, en otras coreografiado, en otras casi un bolero, en otras un swing y en otras tantas no hubo son que lograra que uno sacara a bailar al otro.
Y aunque nadie me quita lo bailado y atesoro todos esos aprendizajes que hoy en día me hacen sentir un poquito vikinga (Heia Norge!), hubo una parte de mí que entró en modo hibernación para poder asimilar lo que me estaba pasando. Y claro, esa parte que también soy, necesitaba su espacio.
A pesar de que muchos de mis valores se reflejaban en la cultura nórdica, había otros, también importantes, que dejé de nutrir por las circunstancias en las que me encontraba. El resultado de esa “desatención” fue la sensación de que no estaba viviendo mi vida a plenitud.
Estaba experimentando algo que el coaching me ha permitido entender y que ahora ofrezco en mi trabajo: la toma de consciencia de cómo mi sensación de satisfacción aumenta o disminuye cuando actúo en congruencia con las cosas que valoro. Si te interesa, en esta otra entrada abordo desde otra perspectiva el reconocimiento de los valores.
Enero del 2013. Ese mes, ese año, aceptamos cambiar el mar del Norte por el mar Báltico. Era bajar un poquito nada más. Casi el mismo idioma, los mismos ojos azules. No podía ser tan diferente, ¿verdad? No teníamos ni idea, una vez más, de lo que nos esperaba en “di güanderful” Copenhague…
¿Cómo ha sido para ti la experiencia migratoria? Te leo y si así lo necesitas contáctame y conversemos sobre cómo puedes hacer para conectar con esa sensación de sentirte en casa, sin importar el lugar en el que estés.